Me gusta pasear por el campo en una mañana de niebla, rodeado de ese ambiente misterioso que envuelve el paisaje, dotándolo de horizontes ocultos e invisibles lejanías.
Era un hermoso amanecer de niebla en un frio domingo de diciembre, y me dispuse a emprender, como tantas veces, el camino que lleva al río, donde las viejas aceñas desafian el paso de tiempo; tal vez con ese deseo intimo de sentir y disfrutar de la naturaleza en soledad.
Bajo el silencio del campo, por el sendero solitario que baja entre jarales, retamas y encinas, adornadas de agua dispersada en gotas de rocío, junto a las peñas que enmarcan el cauce profundo del arroyo, sonoro de cantares por las últimas lluvias, envuelto en la muda y húmeda niebla, que arropa, en su invisible abrazo, la timidez rumorosa de la mañana, caminaba yo, deleitándome del paisaje sombrío, arropado por la caricia íntima de la naturaleza vestida de ese hermoso misterio de la bruma. Era como si Dios hubiese exhalado su aliento sobre los familiares y cotidianos campos de mi acostumbrada contemplación, dotándolos de una expresión diferente pero, a la vez, llenándolos de un sublime y bucólico misterio.
Que hermoso es aprender a sentir y a saber disfrutar de los diferentes y variados matices que la madre naturaleza nos ofrece. Cuanta generosidad, cuanto equilibrio, cuanta justicia, cuanto amor. Ella no se merece ese trato que a veces le damos llevados por nuestros egoísmos y por nuestros intereses materiales.
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