
El pájarillo estaba allí, en el
alfeizar, como los días anteriores, y la niña del pelo rubio lo miraba a través
del cristal, quedandose extasiada en la contemplación un buen rato antes de
abrir la ventana; al hacerlo, el pajarillo voló alegre hasta posarse en su
mano, donde la niña del pelo rubio tenia guardadas unas migas de pan. Abrió la
mano y el pájarito empezó a picotear la migas y la niña del pelo rubio espero
sonriente a que, su amigo, el pajarillo acabase de comerse las migas de pan.
Cuando terminó, la niña del pelo rubio lo acercó a su cara y el pajarito bebió de
sus labios el agua que previamente, la niña le había guardado para el en su
boca. El pajarillo, después de saciar su sed, cantó una canción muy bella,
llenando la sala de sonoros trinos, luego voló, de nuevo, hacia el campo. Era lo mismo todas las mañanas, y la niña era
feliz con, su amigo, el pajarillo del campo.
Aquella mañana soleada de
principios de mayo, como siempre, el pájaro estaba posado en el alfeizar, pero
esta vez estaba triste, y tenia en el pecho una manchita roja, la niña abrió la
ventana y el pobre animal apenas tuvo fuerzas para volar a la mano de la niña,
no quiso las migas de pan que la niña, como otras mañanas, le ofrecia con su
mano abierta. De pronto, la niña del pelo rubio vio que tenia la mano manchada
de sangre y comprobó que aquella sangre salia del pecho de su amigo el
pajarillo. Entonces la niña se puso muy triste. El pobre pájarillo, con un gran
esfuerzo, intentó cantar aquella canción tan bella, pero apenas le salieron los
primeros trinos. Su cuerpecito alado se quedó inerte sobre la mano abierta de
la niña del pelo rubio.
Pasaron los años y, aquella
mañana una bella mujer de pelo rubio, dejaba con cariño y cuidado un lirio azul
sobre una crucecita de piedra en el pequeño jardín de la casa mientras una
lágrima se deslizaba por su mejilla hasta besar el rosa sus labios.
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