Dicen que las mudanzas están, en la lista de los sucesos generadores de stress que acontecen en la vida de una persona, en uno de los primeros lugares.
Aunque desconozco con qué parámetros se miden estos rankings y cuál es su seriedad, puedo decir sin duda que he pasado por peores, pero también reconozco que la mudanza es un hecho que moviliza, alegra y duele (dolor nada comparable al que se siente en la cintura al levantar los muebles)
Mudarse significa, para el alma, un réquiem silencioso, un dar la espalda sin concesiones, una despedida callada pero definitiva. un empezar de nuevo, un darse permisos olvidados en los cajones. Mudarse es una opción de dejar, tirar o embalar (cartas viejas de los hijos estudiando lejos, el platito con dedicatoria que nos regaló María, algunos vestidos guardados para cuando rebajáramos de peso; la ropa de bebé de las nenas que hoy son mujeres, los primeros cuadernos, la primera cartilla escolar, la vieja enciclopedia, la primera carta de amor, los primeros poemas; las fotos de la escuela, justo esa en la que aparecía la niña que nos quitaba el sueño, el rulo que guardaba mamá cuando Carolina se cortó el cabello al estilo Audrey Hepburn).
Envueltos en ternura y añoranza, algunos de los objetos van a la caja de la mudanza,otros, con un dejo de dolor y un desapego alimentado por la practicidad, reciben la sentencia de la despedida abrazados en la bolsa que irá a la basura. Y en esa opción de tiro-guardo, sin darnos cuenta, sepultamos definitivamente algún recuerdo, cercenamos un sueño, gestamos un nuevo proyecto, tomamos una decisión postergada, reafirmamos nuestras valiosas verdades, recuperamos la sonrisa perdida en un viejo enojo aunque ese enojo tenga veintitrés años de antigüedad.
¡Qué bueno sería si la mudanza se llevara todo lo que de malo tiene, lo que lastima, y pudieran embalarse las alegrías, el cariño genuino, las promesas cumplidas, para que ocupen un lugar preferencial en la nueva casa!.
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